Yo no hacía otra cosa que enamorarme más y más de aquella tierra y su oceánica extensión.
De aquella tierra y de todo lo que significaba estar ahí.
Los fines de semana duraban siete días y madrugar nunca estaba en la lista de tareas pendientes y si lo hacíamos era para ver salir el sol y luego volvernos a dormir.
Por las mañanas desayunaba al sol respirando ese olor mezcla de césped recién cortado y jazmín que tanto me gusta, siempre con un buenos días tuyo, y empezaba el día con más fuerza que un huracán.
La playa era un 'must' del día a día y cosas tan simples como quedarme sumergida unos segundos bajo el agua del mar servían para dejar atrás todo lo que a veces me robaba la sonrisa.
Sol, mar, sol, sol, agua salada, calor, esa brisa marina que pega flojo en la piel y reirnos de cosas estúpidas era más que suficiente para hacer de todos los días el mejor.
Las noches se convertían en emocionantes reencuentros y entre música y copas, tus abrazos llenaban mi tripa de esa sensación.
Al día siguiente volvía a lo mismo, pero no era una rutina incómoda sino todo lo contrarío.
Amanecía, desayunaba y después otra vez tú y tus buenos días.
Felicidad en estado puro.
Pero se acabó el verano y con él todo lo demás.
Lo malo de haberlo vivido es que siempre estarán intentando sacarme de quicio las miradas al sur, los recuerdos de entonces.
Una cosa esta clara, estoy hecha para vivir rodeada de agua salada (aunque a veces escueza)
No hay comentarios:
Publicar un comentario